domingo, 15 de noviembre de 2009

EA XI: Fragmentos

-Te amo- solté así... sin pensarlo una vez más. Besé su frente mientras se hacía la dormida. Mi brazo rodeó su cintura.

La noche era hermosa; había llovido toda la tarde y se sentía aún el fresco olor de la tierra mojada. El vidrio empañado de la ventana apenas dibujaba las siluetas de los edificios y las luces cegadoras de los autos atorados en el embotellamiento de la gran ciudad. Estábamos acurrucados en la parte de atrás de un autobus y aún faltaba un largo trayecto.

Ella inmutable. Ya fuera por el calor de las copas o por el cansancio no reaccionó ante mi declaración, que más que una afirmación fue un gruñido. Simplemente se acurrucó más entre mis brazos. Me sentía en la gloria: la primera vez que decía esa frase y no era rechazado al momento. Estaba progresando o quizas simplemente estaba dormida en verdad...

Sin embargo, aunque así hubiera sido en más de una ocación lo dije abiertamente. “Te amo” se volvió una frase un tanto recurrente -aunque sin perder su frescura- en esos momentos claves donde ambos nos quedábamos solos. Ya fuera porque ambos hubiéremos llegado temprano al curso, porque pasaba por ella a la puerta de su casa o la regresaba sana y salva. A un principio ella no contestaba nada o cambiaba rápidamente de tema. Yo -pobre iluso- pensaba que era porque la había dejado sin palabras. Incluso llegué a ver señales donde no las había; ver frondosos bosques donde solo había un desierto.

Y es exactamente lo que me hubiera convenido poder hacer. Luego de una breve inspección a mi cuerpo maltrecho que confirmó que aún estaba en una pieza, levanté un poco la cabeza de mi camastro para ver a través de la ventana. Nada me hubiera preparado para aquel paisaje nunca antes visto, con un halo sobrenatural: un pueblo erigido en su totalidad justo en la mitad del desierto, como si lo hubieran transportado de donde se encontraba originalmente con una grua descomunal. Cabañas de madera y techos de paja le daban un toque sobre natural a las calles de piedra labrada. Después de todo... ¿Cuantas veces se ha visto una civilización florecer de la nada en un lugar tan inhóspito?

Mi asombro no se redujo únicamente al exterior. En el interior casi todo estaba hecho de madera; desde un viejo mueble con herramientas hasta la puerta con sus goznes de acero. A los pies del camastro había un balde lleno de sanguijuelas; a simple vista se veían asquerosamente infladas, casi reventando de lo que podría ser mi propia sangre. Todo iluminado con la tenue luz de una lámpara de petróleo.

De pronto una ráfaga de aire helado azotó los vidrios de las ventanas haciéndolas añicos y derribando algunos libros de su estante. Un estallido de luz blanca, como si alguien hubiera lanzado una vengala al cielo y el pregón de un hombre que recorría las calles haciendo sonar una campana.

-¡Vienen los licanos, todos a sus puestos!... Mujeres y niños a los sótanos, hombres tomen las armas.

Un hombre de unos 40 años abrió la puerta estrepitósamente. Entró jadeando, con la cara roja de esfuerzo y una antorcha encendida en la mano.

-¡Justo a tiempo!... pensé que te tendría que cargar al refugio...- Me pasó la antorcha.
-¿Donde estoy, que pasa?- Pregunté asombrado y aterrado.
-¡Son esas bestias endemoniadas!... ¡Espero que sepas manejar un arma!... ayúdame a bajar esto.

Señaló una pequeña pieza de artillería, algo similar a un mortero. Nos lo echamos al hombro y aún el peso repartido era descomunal. Sudé como nunca por el esfuerzo y por el calor de la llama.

-¿Te gusta?...-preguntó jadeando mientras bajábamos por unas escaleras.
-Pero... ¿Cómo lo obtuvo?...-Pregunté mientras la colocábamos trabajosamente en el dintel de la puerta.
-Haces muchas preguntas... Yo soy el que te debería de preguntar qué hacías vagando en el desierto...

Ni yo mismo supe que contestar. Justo cuando le iba a contar la historia cruzó una bestia cuadrúpeda y peluda, como un lobo algo más grande de lo normal, cruzando como vólido las calles. Sus gruñidos razgaban el viento helado de aquella noche.

-Sólo destapas un poco de pólvora, no demasiada o podríamos volar en pedazos...

Sir aldous mordió un envoltorio de papel que sacó del interior de su abrigo, y vació unos 20 gramos en la recámara principal del cañón.

-Ahora lo comprimes muy bien en el fondo y colocas la bala...- Con un palo de madera con un harapo en la punta retacó muy bien la pólvora.

Una de esas bestias detuvo de su carrera endemoniada justo a unos metros de nosotros. Olfateó hacia nuestra dirección. Avanzó lentamente mostrando siempre sus enormes y amarillentos colmillos. Un rugido sordo y grave se dejaba escuchar entre sus respiraciones. Sus ojos brillaban con un tono amarillento casi sobrenatural ante la llama de la antorcha que sostenía mi temblorosa mano.

-Ahora, sin hacer mucho ruído... prendes la mecha- Con suma cautela acerqué la flama a un trozo de cuerda embarrada con cera que colgaba a un costado del cañón.

El animal se lanzó en el aire y fue abrúptamente interceptado por el proyectil. Un zumbido en los oídos y cuando se disipó un poco la humareda de la pólvora, pude ver a aquella bestia en el suelo, con un charco de sangre y piel quemada en donde antes estaba su amenazador hocico.

-Jajajajaja... -rió estrepitosamente Sir Durrenmatt -no sé porque matar a estas bestias me hace sentir más joven... Apuesto a que es la primera vez que matas algo, ¿No?...

Por mi perpleja cara pudo adivinar la verdad. Extravié la mirada en aquella masa sanguinolenta un instante que me pareció eterno. Había una delgada línea que ni yo mismo sabía si había cruzado o no. Una línea con la que imaginaríamente delimitaba el verbo “asesinar”. Según yo, y hasta ese momento, el acto de aplastar a un insecto o echar insecticida a un nido de cucarachas no era considerado asesinato por ser esos pequeños bichos considerados una plaga. Pero hablábamos de palabras mayores. Un animal cuyo nombre ni siquiera sabía -y que hasta cierto punto dudaba de su existencia-, había terminado abruptamente sus días ante un proyectil que yo mismo disparé. Desvié la mirada, no tanto para no observar más la escena del crimen, si no para intentar recordar más detalles de mi relación con “ella”. Justo cuando logré evocar de nuevo aquella noche, que para mi nunca terminó del todo, cuando el tronar de los cañonazos vecinos me despertó del ensimismamiento.

-No, yo nunca había...
Él ni siquiera me escuchó. Ante mi silencio se adelantó a llevar el cadaver al interior de la choza.

-Mañana tendremos un magnífico desayuno, vas a ver las maravillas hace mi esposa con la carne de licano.
-¿Carne de qué?...
-Licano, hijo, les decimos licanos porque a veces les da por caminar en 2 patas, son contados e incluso se dice que durante luna llena pueden cobrar conciencia de si mismos y blandir armas con pulgares de plata que se desvanecen al amanecer... no estás poniendo atención a lo que te digo, ¿Verdad?
-No, si lo atiendo... se deben ver enormes así, ¿No?...

De pronto se sintió un frío sepulcral. Una neblina comenzó a nublar todo al punto en el que dificilmente se veía lo que se tenía a un palmo de distancia. La llama de la antorcha amenazó con extinguirse. Muchos salimos a la calle principal del pueblo. Los pocos que llevaban lámparas de aceite portátiles pudieron ver en el cielo tres manchas girando en círculos que a un principio fueron apenas perceptibles, danzando en lo alto. Poco a poco se hicieron más grandes mientras bajaban y el frío se hizo más intenso. Casi todas las llamas se habían extinguido cuando aquellas conocidas creaturas tocaron el suelo con sus patas de chacal. Blandiendo guadañas y cada uno arrastrando un juego de cadenas, como con el que me habían inmovilizado enmedio de la nada.

-¿Lo ves?... no es una leyenda...
-Pero no es luna llena... además... -mumuré.

No era momento de discutir las marcadas diferencias anatómicas entre un híbrido de chacal y un enorme pariente del lobo. Lo apremiante era cerrar la puerta y defender la casa o intentar huir, porque estaba seguro de que venían por mi.

-¡Rápido, pásame la antorcha!

Sin titubear se la di y él se adelantó y se puso entre el hombre chacal y yo.

-Pater Noster, qui es in caelis, sanctificétur nomen Tuum...- Comenzó a rezar, con voz autoritaria Sir Aldous mientras dibujaba cruces con la antorcha en el aire.

La creatura se levantó la capucha mostrando su rostro llagado para apagar la linterna con un sonoro rugido que cortó la oración de tajo.

Sin embargo no retrocedío, cosa de gran admiración, y con la voz un poco temblorosa sacó un pequeño crucifijo que usaba en una cadena de oro y lo agitó rítmicamente ante aquel monstrouso ser que le sacaba al menos 60 centímetros de estatura.

-Adveniat Regnum Tuum, fiat volúntas tua, sicut in caelo et in te...

Con un silbido se había interrumpido de nuevo su voz. Esta vez nos habían rodeado los 3 y otro de ellos cortó con un certero golpe de guadaña la cadenita que sostenía el crucifijo. A un principio creí que le había cortado la mano.

-¡Noooooo!... ¡Maldito fenómeno!...

Sin medir las consecuencias de desventaja que mi baja estatura me imponía, corrí intempestibamente hacia el que había ejecutado el corte. Por alguna extraña razón tenía un cuchillo que no recordaba en la mano. Lo enterré en el muslo con todas mis fuerzas.

La bestia gruñó de dolor intenso dejando caer su guadaña para desenterrar el cuchillo. Los otros 2 también soltaron sus armas y comenzaron a beber de la herida, primero alternadamente y lamiendo obsenamente la sangre al mismo tiempo mientras el herido yacía en el suelo, con cara de extasis. Un espectáculo grotesco que quedaría en la memoria de todos los que lo presenciaron a la media luz de unas lámparas agonizantes.

En un acto que nadie esperaba, uno de ellos tomó la guadaña y decapitó al caído. Se regocijó en la sangre que brotó como fuente hasta saciar su sed. Entonces junto con su compañero empezaron a comer a mordiscos y sin pudor el cadaver en una orgía de sangre, hasta que se cansaron y tal como habían llegado se fueron: tomaron sus armas del suelo, dieron un salto y se desvanecieron en el cielo dando vueltas en sentido antihorario, llevándose la niebla con ellos y dejando atrás algunos restos de su congenere.

La escena permanecería en la memoria colectiva de la comunidad, de alguna manera casi genética; cuando los nietos de Aldous aún se despertaran a plena noche gritando la invasión de unos monstruos que se comían a propios heridos, él todavía sudaba frío mientras intentaba consolarlos, ante el recuerdo de aquél crucifijo del que solo guardó un fragmento...